Hace muchos años, en una ocasión tuve que hacer una tarea que consistía en escribir una historia, un cuento ficticio en la clase de español. Recuerdo haberme inspirado en un programa infantil para escribir un corto cuento llamado «El mundo al revés».
En pocas palabras, la historia trataba sobre cosas cotidianas de este mundo, pero que se realizaban de manera contraria a lo normal. Los protagonistas eran una pareja de recién casados, quienes iban de viaje por su luna de miel a un país llamado «El mundo al revés». Ellos, en su intento de hacer las cosas bien —como normalmente acostumbraban hacerlas— y de llegar a su anhelado destino, terminaron en la prisión por no seguir las normas del mundo al revés en el cual se encontraban. Sin embargo, este no era un final triste, pues la prisión en ese mundo era en realidad el paraíso al que tanto habían intentado llegar.
Para mi sorpresa, el cuento fue todo un éxito. La maestra se encargó de que me entregaran un reconocimiento por aquel trabajo, a pesar de que era una simple tarea. Por supuesto que en su momento me alegré y me sentí satisfecha. Pero, en este artículo pretendo responder a la siguiente pregunta: Después de varios años, ¿es posible que esa misma satisfacción siga vigente hasta el día de hoy? También, espero que podamos relacionar el Reino de Dios con un mundo que funciona completamente al revés, desarrollando tres puntos importantes a tomar en cuenta.
Somos ciudadanos del cielo
«Como les he dicho a menudo, y ahora lo repito hasta con lágrimas, muchos se comportan como enemigos de la cruz de Cristo. Su destino es la destrucción, adoran al dios de sus propios deseos y se enorgullecen de lo que es su vergüenza. Solo piensan en lo terrenal. En cambio, nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde anhelamos recibir al Salvador, el Señor Jesucristo».
Filipenses 3:18-20 NVI
El apóstol Pablo nos dice claramente en este pasaje que somos ciudadanos del cielo. Como hijos de Dios, somos llamados a comportarnos de manera contraria al resto de las personas que no creen en Jesús, y a ser un reflejo de Él. En los evangelios encontramos varias parábolas que nos ilustran cómo es el Reino de Dios (Mt 13, Mr 4, Lc 8). Claramente, es todo lo contrario al reino del príncipe de este mundo (Satanás). Los hijos de Dios habitamos en un mundo caído, pero no actuamos conforme a sus principios.
Los cristianos somos llamados a amar a los que nos odian (Mt 5:43-44); a poner la otra mejilla al recibir una ofensa (Lc 6:29); a negarnos a nosotros mismos para seguir a Jesús, en lugar de seguir nuestro propio corazón (Mt 16:24); a deleitarnos en Cristo y no en las cosas de este mundo (Col 3:2-3); a vivir para la gloria de Dios y no para la nuestra (Ef 1:12); a servir en lugar de ser servidos (Mt 20:26-28); a morir para vivir (Mt 10:39); a ser luz en medio de la oscuridad (Mt 5:14-16); etc.
Entonces, ¿de qué manera podemos actuar como ciudadanos del cielo en un mundo corrompido?
Haciendo de Jesús nuestro mayor ejemplo
«Fijemos la mirada en Jesús, el iniciador y perfeccionador de nuestra fe, quien, por el gozo que le esperaba, soportó la cruz, menospreciando la vergüenza que ella significaba, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios».
Hebreos 12:2 NVI
Hemos sido llamados a vivir en este mundo con la mirada puesta en el autor de la fe que profesamos: en Cristo Jesús. Él es quien se despojó de su reino celestial, y vino a este mundo a traer claridad; a dar el ejemplo y las enseñanzas sobre cómo vivir como un hijo de Dios.
Jesús no vino simplemente a esta tierra a modelarnos su ejemplo, para luego dejarnos solos en nuestro caminar cristiano. No. Él aclaró que era necesario y que nos convenía que se fuera, para que pudiera dejarnos al mismo Espíritu Santo de Dios para guiarnos y enseñarnos a seguirlo debidamente (Jn 16:7). No cabe duda de que Jesús es el perfecto ejemplo de obediencia y santidad. El perfecto ejemplo de que vivir para los propósitos eternos de Dios, tiene la mejor recompensa; a pesar de las aflicciones que debamos atravesar de este lado de la eternidad.
¿Corres por una recompensa pasajera o eterna?
«¿Acaso no saben ustedes que, aunque todos corren en el estadio, solamente uno se lleva el premio? Corran, pues, de tal manera que lo obtengan. Todos los que luchan, se abstienen de todo. Ellos lo hacen para recibir una corona corruptible; pero nosotros, para recibir una corona incorruptible».
1 Corintios 9:24-25 RVC
En este mundo luchamos diariamente para poder sobrevivir, corremos una carrera tal como lo mencionan estos versículos. Desde muy temprana edad, comenzamos una vida de estudio continuo que representa básicamente un tercio de nuestras vidas, el siguiente tercio nos dedicamos al trabajo y a otras actividades. Ahora, recordemos que la carrera más importante de la cual somos partícipes, es la carrera de la fe.
Aunque nuestros logros académicos o laborales son buenas dádivas y bendiciones de Dios, son terrenales y corruptibles. Hoy puedo decirte con total sinceridad que el reconocimiento que gané en la secundaria por haber escrito ese cuento, no sé que se hizo o dónde podría estar. Realmente, el sentimiento de satisfacción no perduró tanto tiempo. ¿Sabes? Así de efímero y pasajera es cualquier recompensa que podemos obtener en este mundo.
En cambio, la recompensa que obtendremos por luchar contra la corriente del mundo y por seguir a Cristo hasta el final, es incorruptible y eterna. En ocasiones, las presiones y tentaciones de este mundo nos harán sentir como en una prisión, como que nos estamos perdiendo de algo bueno al no actuar de la misma forma que lo hacen los demás; pero nada puede estar más lejos de la verdad.
El final del cuento que escribí hace muchos años, ahora me hace mucho sentido: lo que para el mundo puede parecer una prisión, es en realidad un paraíso. Es la vida eterna que Dios ha prometido a cada uno de sus hijos, y que pueden experimentar aquí y ahora (Jn 17:3).
Que nuestro anhelo y oración a Dios sean siempre:
«Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra».
Mateo 6:10 RVR1960
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